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Los sueños de Putin generan monstruos
José Luis Muñoz
No hay nada más execrable que una guerra, una cacería humana que enfrenta unos seres con otros que no se conocen y que bien podrían ser amigos si otros no hubieran decidido que sean enemigos. No hay mayor criminal que el que la desencadena una guerra o la provoca. Después de los zarpazos sangrientos del terrorismo yihadista y la pandemia del Covid, nos viene la guerra de Ucrania y la amenaza creíble de una conflagración mundial. Una concatenación de acontecimientos desastrosos que se unen a la emergencia climática que ya parece irreversible. Una película documental del pasado siglo serviría para denominar este período: Este perro mundo.Mal empezó el siglo XXI con la caída de las Torres Gemelas, todo un símbolo de lo que se avecinaba, y estamos ahora en una de las peores encrucijadas después del fin de la Segunda Guerra Mundial. Por primera vez Europa, y por ende Estados Unidos, siente pánico existencial y el eje dominante puede estar girando ciento ochenta grados. La posibilidad de enfrentamiento entre bandos es una hipótesis que no se descarta, como tampoco el empleo de armas nucleares que causarían un desastre global. Parece que, cada cierto tiempo, el hombre necesita exterminarse y no ha sido suficiente la pandemia del Covid. A los buitres de las farmacéuticas se unen ahora los cuervos siniestros de los fabricantes de armas.
Durante décadas, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos hizo lo que le vino en gana. En el pasado siglo, la potencia hegemónica planeó golpes de estado sangrientos (Chile), apoyó dictaduras militares (Argentina), invadió países soberanos (Panamá, Granada... ), intervino en guerras lejanas (Vietnam), financió a guerrillas desestabilizadoras (Nicaragua), planeó y ejecutó asesinatos (Orlando Letelier por parte del estadounidense Michael Townley a las órdenes de la DINA pinochetista, los secuestros y asesinatos de izquierdistas bajo el paraguas de la operación Cóndor), bloqueó países (Cuba) e instruyó a los violadores de los derechos humanos (la Escuela de las Américas, la universidad de los torturadores) de las dictaduras latinoamericanas. Y si hablamos del siglo XIX la lista de injerencias sería inacabable. Un escalofriante currículo. ¿Por qué lo hizo? Porque pudo, nadie se lo impidió y tampoco se lo reprochó excesivamente. Latinoamérica era su patio trasero y en Vietnam libró un pulso contra el comunismo. Estados Unidos, en su política de desestabilización mundial, armó y financió a los talibanes y a Osama Bin Laden para expulsar a los rusos de Afganistán, contribuyendo a la entrada en escena del yihadismo internacional con resultados tan desastrosos para la población norteamericana (11 S) y Europea (Madrid, París, Londres, Barcelona...)
Da la sensación de que hay en el mundo guerras de primera y tercera categoría. La de Yemen, por poner un ejemplo, que dura años, nada menos que seis, y ha provocado 377.000 muertos de una población de treinta millones, según Naciones Unidas, sigue matando aunque los medios de comunicación sistemáticamente la ignoren. Allí, el agresor es Arabia Saudita, con quien las potencias occidentales, y especialmente Estados Unidos, tienen unas relaciones privilegiadas a pesar de que se conculcan los derechos humanos, es una dictadura hereditaria, las mujeres no tengan derechos reconocidos, se descuartice a un periodista y recientemente se decapite en un solo día a 80 chiítas; una guerra, la del Yemen, en la que armamento europeo, y español para nuestra vergüenza, y norteamericano está contribuyendo a la aniquilación de la población. Pero esa es un conflicto bélico de tercera categoría, como el de Siria, el de Libia, si es que existe Libia, o ese Irak que fue reducido a escombros. Y por no hablar de Palestina, el eterno olvidado.
Putin es un psicópata desalmado, pero ya lo era mucho antes de invadir Ucrania. El oligarca ruso y exagente de la KGB redujo a escombros Chechenia, masacró a secuestrados y secuestradores en el teatro Dubrovka de Moscú, no le importó que en una operación supuestamente liberadora en una escuela de Beslán, en Osetia del Norte, murieran 186 niños, dejó a los suyos morir a bordo del submarino Kursk, asesinó con polonio a Alexander Litvinenko y a balazos al líder opositor Boris Nemtsov y reprime en la actualidad ferozmente las manifestaciones cuyos detenidos pueden ser enviados al frente, es decir, al matadero, porque en eso se ha convertido para los reclutas rusos esa guerra fratricida contra sus hermanos ucranianos. En su invasión de Ucrania, cínicamente definida como operación militar, podemos decir que Putin casi ha clonado el argumentario de Estados Unidos cuando invadió Irak, con la salvedad de que Ucrania linda con Rusia e Irak está a más de once mil kilómetros y separado por una océano inmenso. En Irak, durante meses, miles de tropas norteamericanas y británicas, y un ingente armamento, se acumularon en las fronteras del país mesopotámico para frenar al sátrapa Sadam Hussein, en otro momento aliado de Estados Unidos. Irak se plegó, en todo momentos, a ser inspeccionado por técnicos de Naciones Unidas que buscaron infructuosamente esas armas de destrucción masiva que le vendieron Estados Unidos y el dictador ya había gastado contra los kurdos. Contra la opinión de casi toda la comunidad internacional, salvo los países implicados (y ahí estaba el presidente de España José María Aznar desoyendo manifestaciones masivas en contra de la guerra), Estados Unidos y sus aliados arrasaron el país asiático de Oriente Próximo y las bombas “inteligentes” y los misiles de crucero “quirúrgicos” redujeron a cenizas hospitales, colegios y viviendas ante la pasividad de la comunidad internacional, y se asesinó a periodistas (Enrique Couso) y se colgó muy rápidamente a Sadam Hussein que podía haber contado muchas cosas. No hubo sanciones contra los agresores, no se les congelaron sus cuentas, no se les aisló internacionalmente, no se consideró llevar al TPI al siniestro Trío de las Azores. Nada. De esa guerra, como en todas las desencadenadas por Estados Unidos y las potencias occidentales, nadie rindió cuentas. Se hicieron porque se pudieron. La ley de la selva. La ley del más fuerte. La misma que está en estos momentos aplicando Putin con sus misiles “quirúrgicos” y sus bombas “inteligentes”.
La perspectiva de los últimos conflictos cambia con Ucrania. También desde el punto de vista informativo que, en la guerra de Irak, se centraba casi en el agresor (esos pilotos americanos emocionados porque las explosiones de las bombas que lanzaban les parecían adornos navideños o los cohetes del 14 de julio; procurar no mostrar cadáveres para dar la sensación de que bajo esos edificios reducidos a escombros no había nadie) mientras que en Ucrania el punto de vista (también porque en Rusia la censura informativa es férrea y todos los periodistas han salido) es el del agredido. Ucrania está en Europa, como Rusia, no nos olvidemos. Ucrania hace frontera con los miembros de la OTAN, que no solo no ha desaparecido, como si ocurrió con el Pacto de Varsovia, sino que se ha ido ensanchando a costa de los países que antiguamente estaban bajo la orbita soviética y dejaron de estarlo a raíz de la caída del muro de Berlín y el derrumbe del bloque socialista. Putin es tan belicista como lo puedan ser un montón de presidentes de Estados Unidos (Johnson, Nixon, Bush padre e hijo, Clinton, que lanzaba misiles en pleno escándalo Monica Lewinsky, e incluso el premio Nobel de la Paz Barak Obama especializado en matar con drones) y está dispuesto a torcerle el brazo a la potencia en declive y a sus adláteres europeos. La cascada de sanciones de todo tipo que se han implementado para asfixiar a Rusia, y que tienen un efecto bumerang en nuestras sociedades que ya estamos notando, no van a provocar otra cosa que una escalada en el conflicto. La sociedad rusa está acostumbrada a pasar penurias; los europeos hemos disfrutado de un estado de bienestar del que llevamos años despidiéndonos.
El alabado Zelenski, ungido en héroe nacional por su resistencia numantina y el dominio de las medios de comunicación, coqueteó demasiado tiempo con la OTAN y la UE de forma inconsciente sin prever las reacciones que tendría su poderoso vecino. Ahora la razón ha callado y solo se oye el lenguaje de las armas y el odio. Putin se juega en Ucrania su futuro (no es descartable un golpe de palacio) y Estados Unidos y Europa su predominio en un mundo cuya balanza parece inclinarse hacia Rusia y su aliado oculto China.
Mientras en ese campo de batalla que son las ciudades mueren los que no han declarado ninguna guerra pero son sus víctimas, en otro plano se alienta la rusofobia, se cancelan cursos alrededor de la figura de Fedor Dostoievski y se prohíben proyecciones del cineasta Andrei Tarkovski. ¿Estamos locos? Sí.
Edición nº 58, enero/marzo de 2022