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Mariano José de Larra
Mariano José de Larra
Mariano José de Larra
Mariano José de Larra
El periodista, máximo exponente del costumbrismo crítico, que mostraba su continua oposición a los males de la sociedad española.
Ana Alejandre
Larra (Madrid, 1809 - 1837), escritor y periodista, seguidor del romanticismo, junto a Espronceda, Bécquer, José Zorrilla y Rosalía de Castro, y un feroz crítico del llamado costumbrismo testimonial, a través de sus retratos de las muchas carencias de la sociedad en la que vivió y del carácter español, plagado de estereotipos, haciendo hincapié en aquellos defectos que eran consuetudinarios del carácter español como eran la pereza y la desidia en el trabajo, el deseo de aparentar nacido de la vanidad, y la franqueza como sustituta de la educación, además de señalar el atraso del país que se manifestaba en todos los síntomas que su visión crítica ponía en evidencia.
Tuvo que marchar junto a familia a Burdeos, cuando se produjo la expulsión de las tropas napoleónicas en 1813, ya que su familia era considerada afrancesada, por el puesto de cirujano militar de su padre que había prestado sus servicios a José Bonaparte. Posteriormente, en 1818, la familia regresó a Madrid, gracias a la amnistía que había concedido Fernando VII, por lo que el padre de Larra pudo pasar a ocupar del cargo de médico personal del hermano del Monarca.
Influenciado por la profesión de su padre, Mariano José de Larra estudió medicina en Madrid, aunque no terminó la carrera. Se trasladó a Valladolid, en 1825, para estudiar Derecho, carrera que continuó más tarde en Valencia. Parece ser que, en esos años, se enamoró de una mujer que era la amante de su padre, cuya experiencia fue muy dolorosa para él.
Sus duras críticas de la realidad social y política de España parecen ser motivados por su estancia en Francia durante años, y cuyas opiniones, tan opuestas al costumbrismo español, las vertía en sus artículos que se publicaban en un folleto mensual que se llamaba ·El Duende Satírico del Día, y que firmaba con el pseudónimo “el Duende” , con los que ganó una gran fama como periodista, fama que se acrecentó con su revista satírica El pobrecito hablador, publicación en la que escribía con el pseudónimo DE Juan Pérez de Munguía, en la que publicaba sus artículos de opinión sobre la actualidad social, cultural, política española. A pesar de la fama conseguida en estas dos publicaciones, fueron prohibidas por la censura muy pronto después de su aparición.
Su vida personal sufrió un giro muy importante al contraer matrimonio con Josefa Wetoret, en 1929, unión que tuvo un pronto final y en su corta duración fue muy desdichada. Cuatro años más tarde, empezó a firmar sus artículos con el pseudónimo de Fígaro, en Sevilla, en la Revista Española y El Observador, en las que también incluía crítica literaria y política, además de sus comentarios críticos sobre las costumbres, por cierta apertura que facilitó la libertad de expresión que propició la muerte de Fernando VII. De esa etapa son muy famosos sus artículos Vuelva usted mañana, El castellano viejo, Entre qué gentes estamos, En este país y El casarse pronto y mal, entre otros.
Publicó su novela histórica El doncel de don Enrique el Doliente, en1834 y, también, en ese mismo año estrenó la obra teatral Macías, estando las dos obras inspiradas en la trágica vida de Macías, poeta medieval, quien vivía amores adúlteros, en un paralelismo evidente con su relación que mantenía por entonces, con Dolores Armijo.
La situación política de España le hizo decantarse, a partir de 1835, por escribir sobre temas políticos. Comenzó a colaborar con los periódicos El Redactor General y El Mundo, a su regreso de un viaje que realizó a Portugal, Bruselas y París, ciudad en la que conoció Víctor Hugo y Alejandro Dumas. Su preocupación política le hizo intervenir activamente en la vida política y lo hizo a favor de los conservadores. Llegó a ser elegido diputado por Ávila (1836), aunque no pudo ejercer como tal por el motín de la Granja.
Su muerte por suicidio parece estar debida a su ruptura definitiva con Dolores Armijo, y su creciente preocupación por los muchos problemas y males que sufría la sociedad española. Su deprimido estado de ánimo se puso de patente en su escrito El día de difuntos, de 1836, publicado en El Español, en el que se puede advertir con claridad que, a pesar de su ironía siempre presente en sus escritos, se manifiesta un profundo desaliento y pesimismo. Después de una última discusión con Dolores Armijo, se suicidó de un disparo mortal, cuando solo tenía veintiocho años, en su domicilio.
Su muerte y vida apasionada, le aproxima al romanticismo en los modelos e ideales de esta corriente artística, tan en boga en esa época, a la que no cultivó en su corriente literaria por no estar de acuerdo con sus postulados.
Su obra literaria fue reivindicada, más adelante, por Pío Baroja, Miguel de Unamuno y otros autores cercanos a la Generación del 98, como fueron Ramón María del Valle Inclán y Antonio Machado, todos ellos representantes de la corriente realista a la que Larra, sin saberlo, se había adscrito antes de que tal movimiento literario existiera.
Proclamación de Fernando Vii en 1898
Proclamación de Fernando VIel 24 de agosto de 1808 España , 1833
En este país
En este país
Mariano José de Larra
Hay en el lenguaje vulgar frases afortunadas que nacen en buena hora y que se derraman por toda una nación, así como se propagan hasta los términos de un estanque las ondas producidas por la caída de una piedra en medio del agua. Muchas de este género pudiéramos citar, en el vocabulario político sobre todo; de esta clase son aquellas que, halagando las pasiones de los partidos, han resonado tan funestamente en nuestros oídos en los años que van pasados de este siglo, tan fecundo en mutaciones de escena y en cambio de decoraciones. Cae una palabra de los labios de un perorador en un pequeño círculo, y un gran pueblo, ansioso de palabras, la recoge, la pasa de boca en boca, y con la rapidez del golpe eléctrico un crecido número de máquinas vivientes la repite y la consagra, las más veces sin entenderla, y siempre sin calcular que una palabra sola es a veces palanca suficiente a levantar la muchedumbre, inflamar los ánimos y causar en las cosas una revolución.
Estas voces favoritas han solido siempre desaparecer con las circunstancias que las produjeran. Su destino es, efectivamente, como sonido vago que son, perderse en la lontananza, conforme se apartan de la causa que las hizo nacer. Una frase, empero, sobrevive siempre entre nosotros, cuya existencia es tanto más difícil de concebir, cuanto que no es de la naturaleza de esas de que acabamos de hablar; éstas sirven en las revoluciones a lisonjear a los partidos y a humillar a los caídos, objeto que se entiende perfectamente, una vez conocida la generosa condición del hombre; pero la frase que forma el objeto de este artículo se perpetúa entre nosotros, siendo sólo un funesto padrón de ignominia para los que la oyen y para los mismos que la dicen; así la repiten los vencidos como los vencedores, los que no pueden como los que no quieren extirparla; los propios, en fin, como los extraños.
«En este país...», ésta es la frase que todos repetimos a porfía, frase que sirve de clave para toda clase de explicaciones, cualquiera que sea la cosa que a nuestros ojos choque en mal sentido. «¿Qué quiere usted?» -decimos-, «¡en este país!» Cualquier acontecimiento desagradable que nos suceda, creemos explicarle perfectamente con la frasecilla: «¡Cosas de este país!», que con vanidad pronunciamos y sin pudor alguno repetimos.
¿Nace esta frase de un atraso reconocido en toda la nación? No creo que pueda ser éste su origen, porque sólo puede conocer la carencia de una cosa el que la misma cosa conoce: de donde se infiere que si todos los individuos de un pueblo conociesen su atraso, no estarían realmente atrasados. ¿Es la pereza de imaginación o de raciocinio que nos impide investigar la verdadera razón de cuanto nos sucede, y que se goza en tener una muletilla siempre a mano con que responderse a sus propios argumentos, haciéndose cada uno la ilusión de no creerse cómplice de un mal, cuya responsabilidad descarga sobre el estado del país en general? Esto parece más ingenioso que cierto.
Creo entrever la causa verdadera de esta humillante expresión. Cuando se halla un país en aquel crítico momento en que se acerca a una transición, y en que, saliendo de las tinieblas, comienza a brillar a sus ojos un ligero resplandor, no conoce todavía el bien, empero ya conoce el mal, de donde pretende salir para probar cualquiera otra cosa que no sea lo que hasta entonces ha tenido. Sucédele lo que a una joven bella que sale de la adolescencia; no conoce el amor todavía ni sus goces; su corazón, sin embargo, o la naturaleza, por mejor decir, le empieza a revelar una necesidad que pronto será urgente para ella, y cuyo germen y cuyos medios de satisfacción tiene en sí misma, si bien los desconoce todavía; la vaga inquietud de su alma, que busca y ansía, sin saber qué, la atormenta y la disgusta de su estado actual y del anterior en que vivía; y vésela despreciar y romper aquellos mismos sencillos juguetes que formaban poco antes el encanto de su ignorante existencia.
Éste es acaso nuestro estado, y éste, a nuestro entender, el origen de la fatuidad que en nuestra juventud se observa: el medio saber reina entre nosotros; no conocemos el bien, pero sabemos que existe y que podemos llegar a poseerlo, si bien sin imaginar aún el cómo. Afectamos, pues, hacer ascos de lo que tenemos para dar a entender a los que nos oyeron que conocemos cosas mejores, y nos queremos engañar miserablemente unos a otros, estando todos en el mismo caso.
Este medio saber nos impide gozar de lo bueno que realmente tenemos, y aun nuestra ansia de obtenerlo todo de una vez nos ciega sobre los mismos progresos que vamos insensiblemente haciendo. Estamos en el caso del que, teniendo apetito, desprecia un sabroso almuerzo con la esperanza de un suntuoso convite incierto, que se verificará, o no se verificará, más tarde. Sustituyamos sabiamente a la esperanza de mañana el recuerdo de ayer, y veamos si tenemos razón en decir a propósito de todo: «¡Cosas de este país!»
Sólo con el auxilio de las anteriores reflexiones pude comprender el carácter de don Periquito, ese petulante joven, cuya instrucción está reducida al poco latín que le quisieron enseñar y que él no quiso aprender; cuyos viajes no han pasado de Carabanchel; que no lee sino en los ojos de sus queridas, los cuales no son ciertamente los libros más filosóficos; que no conoce, en fin, más ilustración que la suya, más hombres que sus amigos, cortados por la misma tijera que él, ni más mundo que el salón del Prado, ni más país que el suyo. Este fiel representante de gran parte de nuestra juventud desdeñosa de su país fue no ha mucho tiempo objeto de una de mis visitas.
Encontrele en una habitación mal amueblada y peor dispuesta, como de hombre solo; reinaba en sus muebles y sus ropas, tiradas aquí y allí, un espantoso desorden de que hubo de avergonzarse al verme entrar.
-Este cuarto está hecho una leonera -me dijo-. ¿Qué quiere usted? En este país... -y quedó muy satisfecho de la excusa que a su natural descuido había encontrado.
Empeñose en que había de almorzar con él, y no pude resistir a sus instancias: un mal almuerzo mal servido reclamaba indispensablemente algún nuevo achaque, y no tardó mucho en decirme:
-Amigo, en este país no se puede dar un almuerzo a nadie; hay que recurrir a los platos comunes y al chocolate.
«Vive Dios -dije yo para mí-, que cuando en este país se tiene un buen cocinero y un exquisito servicio y los criados necesarios, se puede almorzar un excelente beefsteak con todos los adherentes de un almuerzo à la fourchette; y que en París los que pagan ocho o diez reales por un appartement garni, o una mezquina habitación en una casa de huéspedes, como mi amigo don Periquito, no se desayunan con pavos trufados ni con champagne.»
Mi amigo Periquito es hombre pesado como los hay en todos los países, y me instó a que pasase el día con él; y yo, que había empezado ya a estudiar sobre aquella máquina como un anatómico sobre un cadáver, acepté inmediatamente.
Don Periquito es pretendiente, a pesar de su notoria inutilidad. Llevome, pues, de ministerio en ministerio: de dos empleos con los cuales contaba, habíase llevado el uno otro candidato que había tenido más empeños que él.
-¡Cosas de España! -me salió diciendo, al referirme su desgracia.
-Ciertamente -le respondí, sonriéndome de su injusticia-, porque en Francia y en Inglaterra no hay intrigas; puede usted estar seguro de que allá todos son unos santos varones, y los hombres no son hombres.
El segundo empleo que pretendía había sido dado a un hombre de más luces que él.
-¡Cosas de España! -me repitió.
«Sí, porque en otras partes colocan a los necios», dije yo para mí.
Llevome en seguida a una librería, después de haberme confesado que había publicado un folleto, llevado del mal ejemplo. Preguntó cuántos ejemplares se habían vendido de su peregrino folleto, y el librero respondió:
-Ni uno.
¿Lo ve usted, Fígaro? -me dijo-: ¿Lo ve usted? En este país no se puede escribir. En España nada se vende; vegetamos en la ignorancia. En París hubiera vendido diez ediciones.
-Ciertamente -le contesté yo-, porque los hombres como usted venden en París sus ediciones.
En París no habrá libros malos que no se lean, ni autores necios que se mueran de hambre.
-Desengáñese usted: en este país no se lee -prosiguió diciendo.
«Y usted que de eso se queja, señor don Periquito, usted, ¿qué lee? -le hubiera podido preguntar-. Todos nos quejamos de que no se lee, y ninguno leemos.»
-¿Lee usted los periódicos? -le pregunté, sin embargo.
-No, señor; en este país no se sabe escribir periódicos. ¡Lea usted ese Diario de los Debates, ese Times!
Es de advertir que don Periquito no sabe francés ni inglés, y que en cuanto a periódicos, buenos o malos, en fin, los hay, y muchos años no los ha habido.
Pasábamos al lado de una obra de esas que hermosean continuamente este país, y clamaba:
-¡Qué basura! En este país no hay policía.
En París las casas que se destruyen y reedifican no producen polvo.
Metió el pie torpemente en un charco.
-¡No hay limpieza en España! -exclamaba.
En el extranjero no hay lodo.
Se hablaba de un robo:
-¡Ah! ¡País de ladrones! -vociferaba indignado.
Porque en Londres no se roba; en Londres, donde en la calle acometen los malhechores a la mitad de un día de niebla a los transeúntes.
Nos pedía limosna un pobre:
-¡En este país no hay más que miseria! -exclamaba horripilado.
Porque en el extranjero no hay infeliz que no arrastre coche.
Íbamos al teatro, y:
-¡Oh qué horror!- decía mi don Periquito con compasión, sin haberlos visto mejores en su vida- ¡Aquí no hay teatros!
Pasábamos por un café.
-No entremos. ¡Qué cafés los de este país! -gritaba.
Se hablaba de viajes:
-¡Oh! Dios me libre; ¡en España no se puede viajar! ¡Qué posadas! ¡Qué caminos!
¡Oh infernal comezón de vilipendiar este país que adelanta y progresa de algunos años a esta parte más rápidamente que adelantaron esos países modelos, para llegar al punto de ventaja en que se han puesto!
¿Por qué los don Periquitos que todo lo desprecian en el año 33, no vuelven los ojos a mirar atrás, o no preguntan a sus papás acerca del tiempo, que no está tan distante de nosotros, en que no se conocía en la Corte más botillería que la de Canosa, ni más bebida que la leche helada; en que no había más caminos en España que el del cielo; en que no existían más posadas que las descritas por Moratín en El sí de las niñas, con las sillas desvencijadas y las estampas del Hijo Pródigo, o las malhadadas ventas para caminantes asendereados; en que no corrían más carruajes que las galeras y carromatos catalanes; en que los «chorizos» y «polacos» repartían a naranjazos los premios al talento dramático, y llevaba el público al teatro la bota y la merienda para pasar a tragos la representación de las comedias de figurón y dramas de Comella; en que no se conocía más ópera que el Marlborough (o «Mambruc», como dice el vulgo) cantado a la guitarra; en que no se leía más periódico que el Diario de Avisos, y en fin... en que...
Pero acabemos este artículo, demasiado largo para nuestro propósito: no vuelvan a mirar atrás porque habrían de poner un término a su maledicencia y llamar prodigiosa la casi repentina mudanza que en este país se ha verificado en tan breve espacio.
Concluyamos, sin embargo, de explicar nuestra idea claramente, mas que a los don Periquitos que nos rodean pese y avergüence.
Cuando oímos a un extranjero que tiene la fortuna de pertenecer a un país donde las ventajas de la ilustración se han hecho conocer con mucha anterioridad que en el nuestro, por causas que no es de nuestra inspección examinar, nada extrañamos en su boca, si no es la falta de consideración y aun de gratitud que reclama la hospitalidad de todo hombre honrado que la recibe; pero cuando oímos la expresión despreciativa que hoy merece nuestra sátira en bocas de españoles, y de españoles, sobre todo, que no conocen más país que este mismo suyo, que tan injustamente dilaceran, apenas reconoce nuestra indignación límites en que contenerse.
Borremos, pues, de nuestro lenguaje la humillante expresión que no nombra a este país sino para denigrarle; volvamos los ojos atrás, comparemos y nos creeremos felices. Si alguna vez miramos adelante y nos comparamos con el extranjero, sea para prepararnos un porvenir mejor que el presente, y para rivalizar en nuestros adelantos con los de nuestros vecinos: sólo en este sentido opondremos nosotros en algunos de nuestros artículos el bien de fuera al mal de dentro.
Olvidemos, lo repetimos, esa funesta expresión que contribuye a aumentar la injusta desconfianza que de nuestras propias fuerzas tenemos. Hagamos más favor o justicia a nuestro país, y creámosle capaz de esfuerzos y felicidades. Cumpla cada español con sus deberes de buen patricio, y en vez de alimentar nuestra inacción con la expresión de desaliento: «¡Cosas de España!», contribuya cada cual a las mejoras posibles. Entonces este país dejará de ser tan mal tratado de los extranjeros, a cuyo desprecio nada podemos oponer, si de él les damos nosotros mismos el vergonzoso ejemplo.
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Revista Española, n.º 51, 30 de abril de 1833. Firmado: Fígaro
Edición nº 58, enero/marzo de 2022